miércoles, 18 de enero de 2012

El sistema canovista: bipartidismo, turnismo y Constitución de 1876.


El sistema político de la Restauración se basaba en la existencia de dos grandes partidos, el conservador y el liberal, que coincidían ideológicamente en lo fundamental. Ambos defendían la monarquía, la Constitución de 1876 y el Estado centralizado. Ambos eran partidos de minorías de notables y se nutrían de las élites económicas y de la clase media acomodada.

La Constitución de 1876 garantizaba la alternancia política de los dos grandes partidos dinásticos mediante el ejercicio pacífico voto, para alejar la tentación del pronunciamiento militar como forma de alcanzar el poder. Este sistema se denominó turnismo. Cada partido debía respetar la gestión gubernamental del otro. Cuando la oposición consideraba que se habían incumplido las reglas, el rey podía llamar al otro partido, disolver el parlamento y convocar elecciones, que eran ganadas por el partido que estaba en la oposición. El objetivo era asegurar la estabilidad institucional. 

En todo este proceso, el recién nombrado Ministerio de la Gobernación –actual Ministerio del Interior- “fabricaba” los resultados electorales mediante el encasillado y el control de las elecciones,  a través de los Gobernadores Civiles y de las personalidades locales.  El falseamiento electoral y los mecanismos caciquiles aseguraban que estas elecciones fuesen siempre favorables al gobierno que las convocaba.


La alternancia en el gobierno fue posible gracias a este sistema de corruptelas y a la manipulación electoral que no dudaba en comprar votos, falsificar actas y utilizar prácticas coercitivas valiéndose de la influencia y del poder económico de determinados individuos en el ámbito local denominados caciques. Los gobernadores civiles transmitían la lista de los candidatos a los alcaldes y caciques. 
Todo un conjunto de trampas electorales ayudaba a conseguir este objetivo: es lo que se conoce como el pucherazo, es decir, la sistemática adulteración de los resultados electorales. Así, para conseguir la elección del candidato gubernamental, no se dudaba en falsificar el censo (incluyendo a personas muertas o impidiendo votar a las vivas), manipular las actas electorales, ejercer la compra de votos y amenazar al electorado con coacciones de todo tipo. Pero en todo el proceso era fundamental la figura del cacique. El caciquismo era más evidente en las zonas rurales, donde una buena parte de la población estaba supeditada a sus intereses. Gracias al control que ejercían sobre los ayuntamientos, hacían informes y certificados personales, controlaban el sorteo de las quintas, proponían el reparto de las contribuciones, podían resolver o complicar los trámites burocráticos y administrativos y proporcionaban puestos de trabajo…


Todas estas prácticas fraudulentas se apoyaban en la abstención de una buena parte de la población, cuya apatía electoral se explica tanto por no sentirse representada como por el desencanto de las fuerzas de la oposición en participar en el proceso electoral. En general, la participación electoral no superó el 20% en casi todo el período de la Restauración.

miércoles, 11 de enero de 2012

La Constitución de 1876.

Con los carlistas y los cubanos pacificados, España, en el último cuarto del siglo XIX, conoció la paz y el desarrollo mediante la ayuda de Cánovas del Castillo, quizá el mejor político español de todos los tiempos, gustos aparte. Había un sistema parlamentario, había partidos políticos y había elecciones, pero no había verdadera democracia, ni la sociedad la demandaba, fuera de grupúsculos revolucionarios o anarquistas. Todo el sistema se basaba en un gigantesco tongo porque los púgiles, los partidos liberal y conservador, o sus jefes Sagasta y Cánovas, se habían puesto de acuerdo para alternarse en el gobierno en riguroso turno, una legislatura liberal y la siguiente conservadora, ficción democrática que se garantizaba mediante el control caciquil del voto. 

La Constitución de 1876, otra más, inspirada por Cánovas, concedía al rey poder arbitral. El rey designaba al gobierno, el gobierno designaba a los gobernadores de las provincias, los gobernadores designaban a los alcaldes, todos de su cuerda, los alcaldes organizaban y supervisaban las elecciones y daban pucherazo en las urnas donde fuera necesario, de manera que el resultado confirmase al gobierno designado por el rey. Por cierto, durante los debates parlamentarios que condujeron a la redacción de esta Constitución, cuando andaban a vueltas con su artículo primero, sobre los españoles, algunos diputados se acercaron al escaño de Cánovas del Castillo para erigirlo en árbitro de la discusión, pues no se ponían de acuerdo sobre la definición constitucional de españoles. Cánovas, que era hombre de humor y profundamente sabio, hizo un chiste: «Son españoles los que no pueden ser otra cosa...», y eso que era el líder del Partido Conservador. ¿Se imaginan a un líder del PP haciendo un comentario de este tipo?
 
En aquellas últimas décadas del siglo XIX, la estabilidad política permitió un ambiente de paz social y laboral, que favoreció el crecimiento de la economía del país. Aumentaron las exportaciones, especialmente de textiles catalanes, de mineral de hierro y de vino (la filoxera había destruido los viñedos franceses). No obstante, hacia el final del siglo, el campo entró en crisis y frenó el desarrollo.
 
Alfonso XII no dejó un testamento político escrito, pero existen indicios que nos permiten suponer que apoyaba la continuidad del sistema. Es lo que se deduce del último consejo que dio, ya en el lecho de muerte, a su inminente viuda: «Cristinita, ya sabes, guarda el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas», estupenda formulación de la teoría política de la alternancia en el poder.

martes, 10 de enero de 2012

Alfonso XII

El hijo de Isabel II era un chico moreno, bajito, no mal parecido, con el rostro menudo y enmarcado por grandes patillas, a la moda prusiana. De salud andaba solamente regular. Tenía afición a las mujeres, no se sabe si por tuberculoso o por Borbón, y también le gustaba codearse con el populacho en tabernas y colmaos, como a su abuelo Fernando VII.

Alfonso llegó a España a los dieciocho años, después de cinco de exilio. Su madre intentó seguirlo, pero Cánovas, a cuyos buenos oficios debía Alfonso el trono, se negó en redondo. Lo que no pudo impedir fue que el pipiolo se casara con su prima hermana, María de las Mercedes de Orleans y Borbón, de la que estaba muy enamorado. Esto de que un rey se casara por amor, como los pobres, prestigió mucho la monarquía a los ojos del pueblo. Pero poco duró el casamiento. A los seis meses la reina falleció de fiebres tifoideas.

(…) El rey necesitaba un heredero que garantizase la continuidad de la monarquía, lo de siempre, así que volvió a casarse, esta vez sin tanto entusiasmo como la primera, por deber de Estado, ya que su segunda esposa, María Cristina de Austria, no era lo que se dice su tipo. A él le gustaban llenitas, a la moda de la época, y Cristina era, más bien, delgada y huesuda. Además, tampoco era un dechado de simpatía y cordialidad, sino envarada y seca, el tipo de institutriz germánica. Y culta, eso sí, que la señora hablaba varios idiomas y tocaba el piano, pero a don Alfonso la cultura lo traía al fresco.