domingo, 18 de septiembre de 2011

Año de 1700. Llegan los Borbones.

En el AD de 1700 moría el rey de España, Carlos II. Muchos españoles pensaron, precipitadamente, que la nueva dinastía borbónica renovaba el tronco podrido de los
Austrias. Pero aquel nuevo rey -un jovenzuelo de diecisiete años, no muy alto, rubio, de ojos azules-, al que recibieron triunfalmente en Madrid, no era la joya que parecía. En realidad, era abúlico y retraído, hasta el punto de haber llamado la atención del prestigioso médico Helvecio, que se interesó por él como caso clínico. Es que el Borbón llevaba en sus venas un cuartillo de sangre Austria, con toda su perturbadora herencia genética, pues era biznieto de nuestro Felipe IV. Además, era hijo de una esquizofrénica y nieto de una loca, así que también esta familia padecía las taras resultantes de la
consanguinidad de sus antepasados. 
La implantación de la nueva dinastía acarreaba una nueva guerra que requeriría sangre y dinero de un país casi exhausto, pero también tuvo su lado positivo, vaya lo uno por lo otro, porque los franceses trajeron con ellos la bendita semilla de la Ilustración. Ya queda dicho que el siglo XVIII fue el Siglo de las Luces. Fue también un siglo pródigo en probos y bienintencionados funcionarios, que honradamente intentaron redimir al país de su secular atraso, entregándose al regalismo o defensa de los intereses de la monarquía contra la codicia acaparadora de la Iglesia.