domingo, 5 de febrero de 2012

Texto: Alfonso XIII

Alfonso XIII fue un niño débil, enfermizo y enmadrado, al que malcriaron en palacio. (...) De adulto, cuando tuvo que encarar sus limitaciones personales, y quizá también las de su país, al que amaba profundamente, derivó en neurasténico. Toda su vida necesitó el apoyo de la ríspida doña María Cristina, y cuando le faltó, en 1929, se quedó tan disminuido y tan propenso a las depresiones que esta circunstancia explica la facilidad con que tiró la toalla y abandonó la corona en 1931.
 
Don Alfonso no era muy culto y su trato resultaba algo plebeyo (por ejemplo, hablaba de tú a la gente), pero tenía gustos de señorito: automóviles, caballos, deportes elitistas, caza, películas porno y mujeres, de las que fue un gran coleccionista. Tuvo decenas de amantes ocasionales de toda condición; de algunas, concibió hijos naturales.

(...) Alfonso se casó el 31 de Mayo de 1906 con una guapa y elegante sobrina de la reina de Inglaterra, María Victoria de Battemberg. El rey fue al altar ignorante de que la inglesa, tan sana como parecía, era transmisora de una terrible enfermedad, la hemofilia. Los afectados de hemofilia son deficitarios del factor coagulante de la sangre y pueden desangrarse por cualquier herida, por mínima que sea. Curiosamente, las mujeres no padecen esta enfermedad, pero pueden transmitirla a sus hijos varones. La reina María Victoria se la transmitió a dos de ellos, al heredero de la corona española, su primogénito don Alfonso (nacido en 1907), y a don Gonzalo (nacido en 1914).
 
Hacia 1910 se descubrió que el príncipe de Asturias era hemofílico. Alfonso XIII, tan inconstante en sus afectos, ya se había desenamorado de la reina y experimentó un rechazo irracional hacia ella, como si fuera culpable del mal que aquejaba al niño. La reina, británicamente fría, y frustrada como mujer por un marido que la despreciaba, que la traicionaba con otras y que le reprochaba frecuentemente haberle dado hijos tarados, quedó aislada en el opresivo e incómodo palacio real, en medio de una corte extraña, en un país meridional al que nunca logró adaptarse. Se refugió en los viajes y en la presidencia de obras benéficas (especialmente, de la Cruz Roja). De este modo, consiguió mitigar el dolor de su tragedia íntima, pero, a cambio, descuidó a su familia, sobre todo a sus hijos, tan necesitados de ella, cuyo cuidado delegó en manos de empleados. El mismo desinterés mostró, ya en el exilio, hacia sus hijas las infantas, a cuyas bodas ni siquiera asistió, aunque ya en su vejez cambió de actitud y volvió a ocuparse de sus obligaciones familiares.