miércoles, 20 de noviembre de 2013

La feroz guerra carlista.

Fernando VII murió en 1833. Su hija Isabel, la heredera, sólo tenía tres años. Mientras alcanzaba la mayoría de edad, la reina madre, Mª Cristina, ejercería de reina gobernadora. Los carlistas se sublevaron por todo el país. España se escindió en dos bandos y comenzó una guerra civil que duraría seis años.
Los carlistas, especialmente implantados en el medio rural de Navarra y el País Vasco, Aragón y Cataluña, azuzados por la Iglesia y los estamentos más reaccionarios, que consideraban el liberalismo una amenaza contra sus arcaicos fueros, alistaron fuerzas suficientes para enfrentarse al ejército regular o, por lo menos, para hostigarlo con guerrillas.
Mª Cristina, aliada con los liberales menos liberales, es decir, la facción conservadora del partido, sólo permitió reformas insuficientes.
Las guerras carlistas habían prestigiado tanto a algunos generales que se animaron a participar en política. Había dos ideologías oficiales: moderados y progresistas. Los moderados eran gente de orden, burguesía acomodada y partidaria de la corona; los progresistas eran la clase media de menos lustre, dispuesta a esgrimir la amenaza revolucionaria de los trabajadores para conseguir su cuota de poder.
El general Espartero (el del caballo famosamente dotado) se convirtió en cabeza de los progresistas, pero los decepcionó, y muchos de ellos buscaron refugio bajo el espadón de su rival, el general Narváez.
A todo esto, los carlistas no dejaban de incordiar, pero a pesar de que dominaban extensas comarcas campesinas carecían de fuerza suficiente para someter las ciudades. El propio don Carlos fracasó en su intentó de hacerse con Madrid, y su general más importante, Zumalacárregui, murió cuando sitiaba Bilbao, poco después de que su cocinero inventara la tortilla de patatas. El hallazgo de esta fórmula culinaria fue cuanto de bueno trajo una guerra tan absurda y cruel. El armisticio se precipitó cuando el general carlista Maroto, rebelado contra los meapilas que rodeaban a don Carlos, pactó la paz con Espartero en el famoso abrazo de Vergara.
Las guerras carlistas costaron trescientos mil muertos más o menos,  y no resolvieron nada; más bien aplazaron el problema del enfrentamiento entre liberales y conservadores hasta 1936. Lo que sí acarrearon fue otras consecuencias. Los militares se fueron engolosinando con el mando y con las sinecuras ministeriales y altos cargos. Dado que la tarta nacional no alcanzaba para todos, los descontentos se erigieron en oposición progresista.
Sucedió una época de inestable paz, en la que el país se recobró lentamente, aunque de vez en cuando se levantaba con el sobresalto de pronunciamientos de generales progresistas (pronunciamiento una palabra que hemos legado al vocabulario internacional, junto con siesta, guerrilla, desesperado y algunas otras, ninguna buena, salvo siesta). Entre los progresistas nació, en las principales ciudades, un partido democrático, de ideología revolucionaria, que aspiraba a destronar a Isabel.
En medio del torbellino de la política y la guerra de aquellos años, la reina gobernadora, doña Mª Cristina, vivió una singular historia de amor. La reina no había sido feliz con el garañón taimado de su marido, pero, a las dos semanas de enviudar, el corazón le alivió los lutos poniéndole delante a un apuesto capitán de su escolta, Fernando Muñoz. Los enamorados se casaron en secreto y tuvieron ocho hijos, los miriñaques que usaba la reina disimulaban algo sus preñeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio público. Cantaba el pueblo:

Clamaban los liberales que la reina no paría
y ha parido más Muñoces que liberales había.

Doña Cristina renunció a la regencia en cuanto pudo y, en adelante, llevó una vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitán, ya ascendido a duque. A lo que no renunció fue a practicar el tráfico de influencias aprovechando su alta posición en la corte. En su casa—palacio de Madrid, abrió una gestoría de enchufes, corruptelas y apaños, gracias a lo cual amasó una considerable fortuna, que invirtió juiciosamente en Cuba, donde llegó a ser la mayor hacendada de la isla y la mayor propietaria de esclavos para el cultivo de la rica caña caribeña.