Es sabido que Dios, en su infinita sabiduría, muchas veces compensa la fealdad física de algunas de sus criaturas dotándolas de relevantes cualidades morales e intelectuales. Sin embargo, a Fernando VII, además de hacerlo feo («ese narizotas, cara de pastel», lo llamaban), lo hizo vil, falto de escrúpulos, rencoroso, miserable y taimado. (...) Ya, de príncipe, se veía venir, aunque destacara más su zafia simpatía, su populachera llaneza, cuando acudía de incógnito a tabernas y colmaos para refocilarse con rameras baratas y trasegar vinazo en compañía de arrieros y majos.
La familia de Carlos IV (retratada inmisericordemente por Goya en el famoso óleo) era un hervidero de ambiciones, de rencillas y de odios. Exceptuando al padre, un bendito que no se enteraba de nada, todos conspiraban contra todos, y la puñalada trapera y la zancadilla eran moneda cotidiana. Y mientras tanto, el interés de España, postergado como siempre. El príncipe Fernando despreciaba a su padre y odiaba a su madre y a Godoy. El caso es que, en su impaciencia por heredar el trono, se enredó en tratos secretos con los ingleses y preparó un golpe de Estado contra su padre. Cuando lo descubrieron, imploró el perdón paterno y, para demostrar la sinceridad de su arrepentimiento, delató a sus partidarios. El buenazo del rey lo perdonó.
Cuando Manuel Godoy descubrió las intenciones de Napoleón de ocupar el país, le vio las orejas al lobo y decidió enviar a los reyes a Sevilla, por si había que ponerlos a salvo en el extranjero. Agitadores a sueldo de Fernando soliviantaron a la plebe para que se amotinara e impidiera a los reyes abandonar su residencia en el Real Sitio de Aranjuez. Este «motín de Aranjuez» culminó con el asalto y saqueo de la casa de Godoy por el populacho o por el heroico pueblo en armas, según se mire. (...) Tras los acontecimientos, Napoleón convocó en Bayona a la familia real. El rey, la reina, el príncipe y Godoy comparecieron prestamente, abyectos y serviles, y representaron de buena gana la vergonzosa comedia que Napoleón les iba dictando: Fernando VII y Carlos IV abdicaban a favor de Napoleón, y éste, a su vez, traspasaba la corona de España a su hermano José Bonaparte. El asunto parecía discurrir según el guión preparado por el corso cuando en Madrid surgió un imprevisto que lo echó todo a rodar. Cuando las tropas francesas sacaban del palacio real al infante Francisco de Paula para llevarlo a Francia estalló un motín popular. Era el dos de mayo de 1808, el Dos de Mayo famoso. Al heroico pueblo en armas se unieron algunos destacamentos del ejército y los capitanes del parque de artillería Daóiz y Velarde. Goya retrató magistralmente dos escenas de aquella jornada: la carga de los mercenarios egipcios a sueldo de los franceses, los mamelucos, en la Puerta del Sol, y los fusilamientos de la Moncloa de aquella misma noche, a la luz de los faroles. La guerra de la Independencia había comenzado.
ESLAVA GALÁN, J.: Historia de España para escépticos (adaptación).