El sistema político de
la Restauración se basaba en la existencia
de dos grandes partidos, el conservador y el liberal,
que coincidían ideológicamente en lo
fundamental. Ambos defendían
la monarquía, la Constitución de 1876 y el Estado centralizado. Ambos eran partidos de minorías de notables y se
nutrían de las élites económicas y de la clase media acomodada.
La Constitución de 1876 garantizaba la alternancia política de los dos grandes
partidos dinásticos mediante el
ejercicio pacífico voto, para alejar la tentación del pronunciamiento
militar como forma de alcanzar el poder. Este sistema se denominó turnismo. Cada
partido debía respetar la gestión gubernamental del otro. Cuando la oposición
consideraba que se habían incumplido las reglas, el rey podía llamar al otro partido, disolver el parlamento y
convocar elecciones, que eran ganadas por el partido que estaba en la
oposición. El objetivo era asegurar la estabilidad institucional.
En todo este proceso, el recién nombrado Ministerio de la Gobernación –actual Ministerio
del Interior- “fabricaba” los resultados electorales mediante el encasillado y el control de las elecciones, a través de los Gobernadores Civiles y de las
personalidades locales. El falseamiento electoral y los mecanismos caciquiles
aseguraban que estas elecciones fuesen siempre favorables al gobierno que las
convocaba.
Todas estas prácticas
fraudulentas se apoyaban en la abstención
de una buena parte de la población, cuya apatía electoral se explica tanto por
no sentirse representada como por el desencanto de las fuerzas de la oposición
en participar en el proceso electoral. En general, la participación electoral no superó el 20% en casi todo el período de la Restauración.
La alternancia en el
gobierno fue posible gracias a este sistema de corruptelas y a la manipulación electoral que no dudaba en comprar votos, falsificar
actas y utilizar prácticas coercitivas valiéndose de la
influencia y del poder económico de determinados individuos en el ámbito local denominados caciques. Los gobernadores civiles transmitían la lista
de los candidatos a los alcaldes y caciques.
Todo un conjunto de trampas electorales ayudaba a conseguir este objetivo: es lo que se
conoce como el pucherazo, es decir,
la sistemática adulteración de los resultados electorales. Así, para conseguir
la elección del candidato gubernamental, no se dudaba en falsificar el censo (incluyendo a personas muertas o impidiendo
votar a las vivas), manipular las actas
electorales, ejercer la compra de votos y amenazar al electorado con coacciones de todo tipo. Pero en
todo el proceso era fundamental la figura del cacique. El
caciquismo era más evidente en las zonas
rurales, donde una buena parte de la población estaba supeditada a sus
intereses. Gracias al control que ejercían sobre los ayuntamientos, hacían
informes y certificados personales, controlaban el sorteo de las quintas,
proponían el reparto de las contribuciones, podían resolver o complicar los
trámites burocráticos y administrativos y proporcionaban puestos de trabajo…