Con los carlistas y los cubanos pacificados, España, en el último cuarto del siglo XIX, conoció la paz y el desarrollo mediante la ayuda de Cánovas del Castillo, quizá el mejor político español de todos los tiempos, gustos aparte. Había un sistema parlamentario, había partidos políticos y había elecciones, pero no había verdadera democracia, ni la sociedad la demandaba, fuera de grupúsculos revolucionarios o anarquistas. Todo el sistema se basaba en un gigantesco tongo porque los púgiles, los partidos liberal y conservador, o sus jefes Sagasta y Cánovas, se habían puesto de acuerdo para alternarse en el gobierno en riguroso turno, una legislatura liberal y la siguiente conservadora, ficción democrática que se garantizaba mediante el control caciquil del voto.
La Constitución de 1876, otra más, inspirada por Cánovas, concedía al rey poder arbitral. El rey designaba al gobierno, el gobierno designaba a los gobernadores de las provincias, los gobernadores designaban a los alcaldes, todos de su cuerda, los alcaldes organizaban y supervisaban las elecciones y daban pucherazo en las urnas donde fuera necesario, de manera que el resultado confirmase al gobierno designado por el rey. Por cierto, durante los debates parlamentarios que condujeron a la redacción de esta Constitución, cuando andaban a vueltas con su artículo primero, sobre los españoles, algunos diputados se acercaron al escaño de Cánovas del Castillo para erigirlo en árbitro de la discusión, pues no se ponían de acuerdo sobre la definición constitucional de españoles. Cánovas, que era hombre de humor y profundamente sabio, hizo un chiste: «Son españoles los que no pueden ser otra cosa...», y eso que era el líder del Partido Conservador. ¿Se imaginan a un líder del PP haciendo un comentario de este tipo?
En aquellas últimas décadas del siglo XIX, la estabilidad política permitió un ambiente de paz social y laboral, que favoreció el crecimiento de la economía del país. Aumentaron las exportaciones, especialmente de textiles catalanes, de mineral de hierro y de vino (la filoxera había destruido los viñedos franceses). No obstante, hacia el final del siglo, el campo entró en crisis y frenó el desarrollo.
Alfonso XII no dejó un testamento político escrito, pero existen indicios que nos permiten suponer que apoyaba la continuidad del sistema. Es lo que se deduce del último consejo que dio, ya en el lecho de muerte, a su inminente viuda: «Cristinita, ya sabes, guarda el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas», estupenda formulación de la teoría política de la alternancia en el poder.