Con el avance de la guerra (y de las tropas nacionales por todos los frentes), los anarquistas se dejarán de zarandajas y acabarán acatando las tesis comunistas («Renunciaremos a todo excepto a la victoria», dirá Durruti). Mientras tanto, cunde el entusiasmo revolucionario. Las calles se llenan de paisanos vestidos con mono de trabajo o en camisa, el pañuelo rojo y negro al cuello, tocados de gorrillo con puntas y armados de fusiles, correajes, cartucheras, pistolas y otros atrezzos militares obtenidos en el reparto. El sombrero y la corbata quedan desprestigiados por sus connotaciones burguesas como prendas propias de los explotadores del obrero.
En Solidaridad Obrera, un artículo establece que «el sombrero es una pieza indumentaria antiestética, innecesaria, reveladora de la presunta superioridad de la mollera que lo sostiene (...) mientras en la calle no se vean monteras la revolución será nuestra». El honrado gremio de los sombrereros se siente agredido y replica en defensa de su medio de vida: «Afirman reputados doctores que de ir sin sombrero con la cabeza descubierta se derivan males como el reblandecimiento de la masa encefálica por influencia del sol y el perjuicio de la vista falta de la protección del ala del sombrero o visera de una gorra. Todo el mundo debe cubrirse la cabeza.» A lo que Solidaridad Obrera, comprendiendo las implicaciones laborales de la prohibición del sombrero, modifica su postura inicial y reconoce que el sombrero y la gorra son buenos e incluso aconsejables para la salud. No obstante, el uso del sombrero decae bastante en la zona republicana. De hecho, al terminar la guerra, la sombrerería madrileña Brave, que vuelve a abrir sus puertas tras el paréntesis bélico, anunciará: «Los rojos no usaban sombrero.» Un estímulo eficaz para los ciudadanos de conducta tibia o dudosa que intentan desesperadamente distanciarse de los vencidos en el momento que los tribunales depurativos pintan bastos.