A finales del siglo XVIII España era una rebatiña en la que cada cual sacaba lo que podía y nadie cuidaba del procomún. Bajó a tales niveles de desgobierno que casi podemos decir que tocó fondo. Castilla, deslomada por el esfuerzo económico y humano de dos siglos de absurda explotación, se hundió. Al resto de España, menos castigada por el esfuerzo, no le fue tan mal, pero, en cualquier caso, las funestas consecuencias de la decadencia afectaron a todos. La población, estragada por las epidemias, por la miseria interior, por las guerras exteriores y por la gran cantidad de personas que ingresaban en religión y no tenían hijos, se redujo de casi nueve millones de habitantes a menos de siete.
España, desangrada por contiendas absurdas, ya no declaraba la guerra a nadie ni intentaba imponerse en Europa. Ahora se la declaraban a ella y bastante hacía con defenderse. Los franceses aprovecharon su postración para, en tres sucesivas guerras, arrebatarle el Franco Condado y algunas ciudades belgas, y ocupar Flandes y Cataluña (dos regiones que le fueron luego devueltas porque el rey francés, el astuto
Luis XIV, advirtió que, con un poco de suerte, iba a ganar toda España por vía pacífica cuando Carlos II falleciera sin sucesores). Lo que le restaba de Flandes hubiese sido fácil presa de los protestantes del norte, pero también lo respetaron porque les interesaba que aquella provincia perteneciese a la debilitada España y sirviese de aislante entre sus lindes y las de la poderosa Francia. Para que se vea el grado de postración al que había llegado un país que poco antes era la superpotencia indiscutida. Mientras la salud de Carlos II iba de mal en peor, las casas reales de Europa movían sus peones para repartirse el pastel español.
Carlos II moría sin herederos directos. ¿Quién ocuparía el trono español? Había dos candidatos: Austria y Francia. El que se hiciera con España, y su apetecible Imperio, se convertiría en potencia hegemónica del continente. Dado el sentido patrimonial de la monarquía, el candidato con mayores derechos era el francés, un nieto de Luis XIV, el Rey Sol. Pero se trataba de un Borbón. Los Austrias de la rama vienesa, los del archiduque Carlos, proponían a un candidato de su propia familia, un Austria de pura cepa. Inmediatamente, Inglaterra y Holanda apoyaron la propuesta; cualquier cosa con tal de evitar que España se convirtiera en un satélite de la superpotencia francesa.
Y los españoles, ¿qué opinaban? El agobiado pueblo no entendía de política y, con la experiencia que llevaba a la espalda, ¿qué más le daba ser explotado por un francés o por un austríaco? Al final, el francés se llevó el gato al agua.
El primero de noviembre de 1700, con el siglo que agonizaba y en el mes de los difuntos, Carlos II entregó su alma al creador y cerró la dinastía austríaca en España. El duque de Abrantes escribió al embajador alemán: «Querido amigo: tengo el gusto de despedir para siempre a la Casa de Austria.»
Éste fue el final de los Austrias y el comienzo de los Borbones. El lector, aunque escéptico, no ignora que se trata de la dinastía felizmente reinante, después de tres expulsiones y otras tantas restauraciones.